Te invito a adentrarte en un relato que no solo narra la historia de un hombre, sino la revelación de una promesa milenaria. Cuando abres el Evangelio de Mateo, entras en un territorio donde cada palabra está diseñada para mostrarte que Jesús no es una figura aislada del pasado, sino el cumplimiento vivo de un anhelo profundo de la humanidad: la llegada del Mesías esperado, el Salvador prometido desde tiempos antiguos.
Desde el primer versículo, Mateo te habla con claridad: “Libro
de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham” (Mateo
1:1). No es un simple registro familiar. Es una declaración contundente. Te
está diciendo que Jesús está conectado con las dos grandes promesas: la realeza
anunciada a David y la bendición proclamada a Abraham. En otras palabras, estás
frente al heredero legítimo del pacto, el que une el cielo con la historia
humana.
Mientras avanzas, empiezas a darte cuenta de que Mateo
quiere que lo veas, que lo reconozcas, que no tengas dudas: Jesús es el Mesías.
Por eso describe cómo incluso su nacimiento estuvo envuelto en señales
proféticas. Te recuerda las palabras dichas siglos antes: “He aquí, una
virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emmanuel”
(Mateo 1:23; Isaías 7:14). Ese nombre, Emmanuel, te revela algo inmenso: Dios
contigo, Dios caminando en tu historia, Dios entrando en tu vulnerabilidad.
Y entonces, mientras las sombras del mundo parecen más
densas, surge esta luz que Mateo quiere que contemples. Una luz que no viene
solo para narrarte un milagro antiguo, sino para tocar tu propia vida hoy.
Porque si Jesús es el Mesías… entonces su historia no es un recuerdo, es una
invitación.
Así avanzas hacia un momento donde comprenderás cómo esta
identidad mesiánica empieza a manifestarse, no solo en palabras, sino en hechos
que transforman el rumbo de quienes se atreven a mirarlo con el corazón
abierto…
Y ahora, mientras sigues avanzando, descubres que Mateo no
solo quiere que entiendas quién es Jesús, sino cómo su llegada altera el curso
del mundo. Observas a unos hombres sabios del oriente, viajando bajo la guía de
una estrella que no pertenece a la astronomía común, sino al lenguaje de Dios.
Ellos preguntan: “¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido?”
(Mateo 2:2). Y tú sientes que esta pregunta no solo retumba en Jerusalén…
también retumba dentro de ti.
Porque si unos extranjeros pudieron reconocerlo, ¿cómo no
prestarle atención tú, que ahora lo contemplas en estas palabras? Mateo te
muestra que la revelación del Mesías no está limitada a un pueblo o una
tradición: es universal. La estrella brilla para todos los que buscan
respuesta, sentido, dirección. Y cuando los sabios finalmente encuentran al
niño, se postran y lo adoran. No lo veneran como a un simple profeta, sino como
a un rey eterno.
Mientras lo lees, comienzas a notar un contraste: la
humildad del pesebre frente al miedo del poder humano. Herodes, aferrado a su
trono, se estremece ante la noticia. Te das cuenta entonces de que la llegada
de Jesús desestabiliza todo aquello que pretende imponerse sin amor. El
verdadero Mesías no gobierna desde el miedo, sino desde la verdad y la
misericordia.
Y así, de repente, te encuentras siguiendo a esta familia
que huye a Egipto para proteger al niño. Mateo te recuerda que esta huida
también había sido anunciada: “De Egipto llamé a mi Hijo” (Mateo 2:15;
Oseas 11:1). Nada ocurre porque sí. Jesús no solo encaja en la profecía; la
completa, la ilumina y le da sentido.
Pero este solo es el comienzo. Porque cuando regresan,
cuando se establecen en Nazaret, entiendes que está por iniciar algo más
grande: el momento en el que el Mesías, ahora adulto, dará sus primeros pasos
hacia la misión que transformará para siempre la historia humana…
Ahora lo ves caminar hacia el Jordán, hacia un momento que
marcará un antes y un después. Juan el Bautista está allí, proclamando un
mensaje que atraviesa generaciones: “Arrepentíos, porque el reino de los
cielos se ha acercado” (Mateo 3:2). Y tú, mientras escuchas esas palabras,
empiezas a comprender que no se trata solo de un llamado antiguo… es un llamado
que también toca tu vida.
Juan reconoce a Jesús antes de que cualquier multitud lo
haga. Lo ve acercarse y entiende que está frente al que es infinitamente
superior. Cuando Jesús le pide el bautismo, Juan intenta detenerlo. Pero Jesús
responde con suavidad y firmeza: “Deja ahora, porque así conviene que
cumplamos toda justicia” (Mateo 3:15). Y tú presencias un acto que
trasciende la lógica humana: el Mesías, el Rey prometido, poniéndose al nivel
del pueblo, caminando entre los pecadores, cargando sobre sí la decisión de
identificarse con la fragilidad humana.
Entonces ocurre algo que Mateo te describe como si el cielo
entero se abriera ante tus ojos. Jesús sale del agua y escuchas una voz que
resuena con ternura y autoridad: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo
complacencia” (Mateo 3:17). No es un título simbólico. Es la confirmación
divina de su identidad. Dios mismo lo presenta ante ti.
Y es allí donde comprendes que, aunque este momento es
glorioso, también es la puerta hacia un desafío inevitable. Porque antes de
iniciar su misión pública, Jesús será llevado al desierto, donde enfrentará la
soledad, el hambre y la tentación. El Mesías será probado no para quebrarlo,
sino para revelarte que incluso en la debilidad humana es posible vencer.
Y mientras lo sigues hacia ese desierto, sientes que estás a
punto de ser testigo de una confrontación que no solo define su camino, sino
que también ilumina el tuyo…
Lo acompañas ahora al desierto, ese escenario donde el
silencio pesa como una prueba y cada sombra parece susurrar dudas. Jesús ayuna
cuarenta días y cuarenta noches, y Mateo te muestra su humanidad sin disfraz:
tiene hambre, tiene sed, siente el desgaste del cuerpo. Y justo en ese límite
aparece el tentador, no con ataques visibles, sino con palabras suaves que
buscan quebrar su identidad.
“Si eres Hijo de Dios…” Con esa frase comienza la
primera tentación (Mateo 4:3). Y tú percibes el trasfondo: el enemigo no
intenta solo hacer que Jesús convierta piedras en pan; intenta sembrar la duda,
poner en riesgo la misión antes siquiera de comenzar. Pero Jesús responde con
la Escritura: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que
sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Aquí descubres una verdad profunda:
el Mesías no vencerá por poder, sino por obediencia.
Luego la escena se traslada a un lugar alto del templo. Otra
vez la frase venenosa: “Si eres Hijo de Dios…” (Mateo 4:6). El tentador
quiere forzarlo a demostrar su identidad mediante un acto espectacular. Pero
Jesús no cae en la trampa del orgullo disfrazado de fe. “No tentarás al
Señor tu Dios” (Mateo 4:7), responde.
Finalmente, la tercera tentación revela el núcleo del
conflicto: el poder. El enemigo le ofrece los reinos del mundo a cambio de
adoración. Pero Jesús, firme como una roca, declara: “Al Señor tu Dios
adorarás, y a él solo servirás” (Mateo 4:10). Y ahí lo ves vencer sin
espada, sin violencia, solo con la certeza absoluta de quién es y de quién
procede.
Con esta victoria silenciosa, Jesús sale del desierto listo
para comenzar su misión. Porque ahora, fortalecido en la identidad que nada
pudo quebrantar, está a punto de anunciar un mensaje que cambiará tu manera de
ver el mundo. Y mientras lo sigues, sabes que el momento ha llegado: el Mesías
empieza a hablar, y sus palabras abrirán un nuevo horizonte…
Avanzas con Él hacia Galilea, donde la luz comienza a
abrirse paso entre quienes viven en sombra. Mateo recuerda la antigua profecía:
“El pueblo asentado en tinieblas vio gran luz” (Mateo 4:16; Isaías 9:2).
Y esa luz no es un fenómeno, es una persona. Jesús, el Mesías, inicia su misión
proclamando un mensaje directo, urgente, transformador: “Arrepentíos, porque
el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 4:17).
Pero aquí no estás frente a un reino político, ni ante un
movimiento humano. Estás frente a una invitación a cambiar de dirección, a
abrir los ojos, a permitir que Dios gobierne en lo más profundo de tu ser. Y es
en medio de ese anuncio que Jesús comienza a llamar a sus primeros seguidores.
No escoge eruditos, ni líderes militares. Escoge pescadores. Hombres comunes,
como tú, como cualquiera.
Los escucha trabajando en la orilla del mar de Galilea y les
dice: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mateo
4:19). Y ellos, sin dudar, dejan sus redes. Mateo no explica sus motivos,
porque no se trata de entenderlo con la mente, sino de sentirlo con el corazón:
cuando la voz del Mesías te llama, algo dentro de ti reconoce que es tiempo de
seguirlo.
Desde ese momento, Jesús recorre las aldeas enseñando,
sanando, tocando vidas que parecían olvidadas. Mateo lo describe así: “Sanando
toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mateo 4:23). Y mientras lo
sigues, te das cuenta de que cada paso que da anticipa algo aún más grande: el
mensaje más profundo, más exigente y más luminoso que jamás se haya
pronunciado.
Porque ahora estás a punto de presenciar cómo Jesús sube a
una montaña para revelarte el corazón del reino. Un mensaje que no solo
describe cómo vivir, sino cómo ser transformado desde dentro…
Lo ves ascender a aquella colina, seguido por multitudes que
buscan respuestas, alivio y sentido. Tú te detienes con ellos, y Jesús, al ver
los rostros cansados y los corazones sedientos, se sienta para enseñar. Lo que
estás a punto de escuchar no es solo un discurso; es la revelación del carácter
del reino de Dios. Así comienza lo que Mateo llama el Sermón del Monte, una
ventana abierta a la esencia del Mesías.
Y entonces pronuncia palabras que trastornan todas las
lógicas humanas: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es
el reino de los cielos” (Mateo 5:3). En esa frase encuentras una revolución
silenciosa. No dice “bienaventurados los fuertes”, ni “los que controlan todo”,
sino los que reconocen su necesidad. Jesús te muestra que el camino hacia la
plenitud comienza con humildad.
Continúa: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos
recibirán consolación” (Mateo 5:4). Y tú sientes que habla directamente a
las heridas que has cargado. No te pide que ocultes tu dolor; te asegura que
Dios lo ve. “Bienaventurados los mansos… bienaventurados los
misericordiosos… bienaventurados los de limpio corazón…” Cada frase revela
un rasgo del carácter que el Mesías desea formar en quienes lo siguen.
Pero no solo describe una vida interior transformada.
También te recuerda tu propósito en el mundo: “Vosotros sois la luz del
mundo” (Mateo 5:14). Jesús te enciende como lámpara en medio de la
oscuridad, no para esconderte, sino para que ilumines con amor, verdad y
justicia. Aquí descubres que ser su discípulo no es un título; es una
responsabilidad.
Y mientras las multitudes escuchan con asombro, Jesús
profundiza aún más. No viene a eliminar la ley, sino a completarla. Te invita a
ir más allá del acto, hacia la intención del corazón. A no conformarte con
evitar el mal, sino a extirpar la raíz que lo produce.
Y es aquí donde estás por entrar a una enseñanza que
confronta lo más íntimo: la relación con la ira, el deseo, las palabras y la
reconciliación. Una enseñanza que no suaviza la verdad, pero sí transforma al
que la abraza…
Ahora Jesús profundiza en una verdad que te confronta desde
el interior. No basta con evitar el asesinato; Él te muestra que la ira
descontrolada también destruye. “Cualquiera que se enoje contra su hermano
será culpable de juicio” (Mateo 5:22). Y tú descubres que el Mesías no está
interesado en una religión superficial; quiere transformar la raíz misma de tus
emociones.
Luego habla del deseo, y sus palabras son tan directas como
liberadoras: “Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla ya adulteró
con ella en su corazón” (Mateo 5:28). Jesús no te condena; te revela una
verdad profunda: la pureza no es una carga, es un camino hacia la libertad. Te
invita a mirar el mundo, y a mirarte a ti mismo, con ojos renovados.
Habla también sobre la importancia de la palabra dada. “Sea
vuestro hablar: Sí, sí; no, no” (Mateo 5:37). En un mundo lleno de excusas,
engaños y medias verdades, Jesús te muestra que la integridad es la forma más
alta de sabiduría.
Y entonces llega a uno de los desafíos más radicales: el
amor hacia los enemigos. “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os
maldicen” (Mateo 5:44). Aquí te das cuenta de que el Mesías no está
proponiendo una ética cómoda. Te está invitando a participar en el amor divino,
un amor tan profundo que rompe ciclos de odio y convierte la debilidad en
victoria moral.
Mientras avanzas en estas enseñanzas, sientes que el camino
que Jesús propone no es fácil. Pero también notas algo esencial: Él no te pide
que lo recorras solo. Cada palabra es un llamado, sí, pero también una promesa
de transformación. Y justo cuando las multitudes quedan en silencio ante tanta
sabiduría, Jesús te conduce hacia un terreno aún más íntimo: la oración.
Ahora estás por contemplar la forma en que el Mesías te
enseña a hablar con Dios. Un modelo que no se basa en repeticiones vacías, sino
en una relación viva…
Te acercas ahora a uno de los momentos más íntimos del
mensaje de Jesús. Él no solo te dice que ores; te enseña cómo hacerlo. Te
muestra que la oración no es un ritual para impresionar a otros, sino un
encuentro secreto con el Padre. “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento…
y ora a tu Padre que está en secreto” (Mateo 6:6). Aquí comprendes que Dios
no busca palabras adornadas, sino un corazón sincero.
Entonces Jesús te regala una oración que ha atravesado
siglos, una guía sencilla y profunda a la vez. Comienza así: “Padre nuestro
que estás en los cielos, santificado sea tu nombre” (Mateo 6:9). En esa
primera frase ya te sitúa en un lugar de identidad: no hablas a un Dios lejano,
sino a un Padre que te reconoce y te ama. Y al mismo tiempo, te invita a
honrarlo, a recordar que su nombre es luz, esperanza y propósito.
Luego añade: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad”
(Mateo 6:10). Y tú sientes el peso y la belleza de esas palabras. No se trata
de imponerte sobre la vida, sino de permitir que la voluntad divina transforme
tu historia desde dentro. Jesús te enseña a confiar, a soltar, a caminar guiado
por un plan más grande que tus temores.
Después llega el pan de cada día, el perdón que liberas y
recibes, y la petición de ser guardado del mal. Jesús te revela así que la
oración abarca todo: tu presente, tu pasado, tu futuro; tus necesidades, tus
culpas, tus batallas internas. Orar es abrirle espacio a Dios en cada rincón de
tu vida.
Y entonces, cuando termina este modelo de oración, Jesús
vuelve la mirada hacia algo que pesa profundamente en el corazón humano: la
ansiedad por el mañana. Te dice: “No os afanéis por vuestra vida” (Mateo
6:25). Y te lo dice con la ternura de quien conoce tus preocupaciones. Él sabe
que te inquieta el futuro, que temes perder, que cargas preguntas sin
respuesta.
Por eso te invita a observar las aves y los lirios,
recordándote que si Dios cuida de ellos, también cuidará de ti. Y allí, en ese
punto donde la ansiedad comienza a desvanecerse, surge una frase que se
convierte en un faro: “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y
todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33).
Y mientras esas palabras continúan resonando en lo más
profundo de tu interior, Jesús se prepara para llevarte a otro aspecto
fundamental de su enseñanza: cómo vivir con discernimiento, cómo juzgar con
misericordia, cómo construir una vida sólida en medio de un mundo inestable…
Sigues avanzando y Jesús te lleva ahora hacia la sabiduría
práctica, hacia esas decisiones que forman tu carácter y determinan tu destino.
Te habla primero del juicio apresurado, de esa tendencia humana a señalar a
otros sin mirar el propio corazón. “No juzguéis, para que no seáis juzgados”
(Mateo 7:1). No te está pidiendo que ignores el mal, sino que antes de evaluar
a alguien, observes tu propia vida. “Saca primero la viga de tu ojo”
(Mateo 7:5), te dice, y sientes cómo esas palabras atraviesan la dureza de los
prejuicios.
Luego te muestra algo maravilloso: Dios escucha. Dios
responde. “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá”
(Mateo 7:7). En esta frase descubres que la fe no es pasiva; es un movimiento
del alma. Es un acto de confianza que se desliza desde el corazón hacia el
cielo. Y Jesús lo confirma con una ternura incomparable: si los seres humanos,
con sus imperfecciones, saben dar buenos regalos a quienes aman, “¿cuánto
más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?”
(Mateo 7:11).
Después, Jesús condensa la ética del reino en una sola
línea, tan breve como profunda: “Todo lo que queráis que los hombres hagan
con vosotros, así también haced vosotros con ellos” (Mateo 7:12). Y
entiendes que el amor activo, el respeto, la misericordia… no son opciones; son
caminos.
Pero Jesús no termina allí. Ahora te muestra que seguirlo
implica tomar decisiones firmes. Te habla de dos puertas: una ancha, cómoda,
fácil; y otra estrecha, desafiante, pero llena de vida. “Angosta es la
puerta… y pocos son los que la hallan” (Mateo 7:14). Aquí sientes que te
está mirando a ti, invitándote a elegir un camino que transforma tu existencia
desde lo más profundo.
Entonces advierte sobre los falsos profetas, sobre aquellos
que usan palabras correctas pero corazones errados. Jesús te recuerda que el
verdadero carácter se reconoce por sus frutos: por lo que alguien produce, por
la vida que construye, por la luz que irradia. “Por sus frutos los
conoceréis” (Mateo 7:20).
Finalmente, Jesús concluye su enseñanza con una imagen
poderosa: dos hombres, dos casas, dos cimientos. Uno edifica sobre la roca;
otro sobre la arena. Y cuando llegan la lluvia, los ríos y los vientos, solo
permanece aquella que está firme en la roca. “El que oye mis palabras y las
hace, le compararé a un hombre prudente” (Mateo 7:24). Aquí descubres que
no basta escuchar; hay que vivir lo aprendido.
Y mientras la multitud queda asombrada porque Jesús enseña
con autoridad real, no como los maestros de su época, tú te preparas para
seguirlo más allá de la montaña. Porque ahora estás por entrar a la etapa en la
que el Mesías no solo habla… sino que actúa, y su poder empieza a transformar
cuerpos, almas e historias.
Desciendes con Jesús de la montaña, y de inmediato
presencias algo que confirma todo lo que has escuchado: su autoridad no es
teórica, es viva. Un leproso se acerca, quebrado por el rechazo social, marcado
por una enfermedad que lo ha aislado del mundo. Se arrodilla y dice: “Señor,
si quieres, puedes limpiarme” (Mateo 8:2). Y Jesús, en un gesto que rompe
barreras de miedo y tradición, extiende la mano y lo toca. “Quiero; sé
limpio” (Mateo 8:3). En ese instante, la lepra desaparece. Y tú comprendes
que el Mesías no solo proclama amor… lo encarna.
Luego un centurión romano —un extranjero, un opresor según
la mirada de muchos— llega con una fe que sorprende incluso a Jesús. Le dice: “Solo
di la palabra, y mi siervo sanará” (Mateo 8:8). Y Jesús declara algo que
sacude a todos: “Ni aun en Israel he hallado tanta fe” (Mateo 8:10).
Aquí tú ves que el Reino no se limita a fronteras culturales ni religiosas.
Jesús está buscando corazones que crean, que confíen, que se acerquen sin
miedo.
A medida que avanzas con Él, los milagros se multiplican.
Sanaciones, liberaciones, restauraciones. Cada obra es una señal, un anuncio
silencioso de que el Reino de los cielos está irrumpiendo en medio de un mundo
herido. Mateo resume ese momento con una frase poderosa: “Sanó a todos los
enfermos” (Mateo 8:16).
Pero también observas que seguir al Mesías implica un costo.
Cuando un escriba le promete acompañarlo, Jesús responde: “Las zorras tienen
guaridas… pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza” (Mateo
8:20). No se trata de comodidad, sino de entrega. Seguirlo significa dejar
atrás lo que te ata y abrazar un propósito eterno.
Y entonces ocurre algo que te marca: Jesús sube a una barca
con sus discípulos. El mar se enfurece, las olas golpean, el viento ruge.
Ellos, aterrados, lo despiertan: “Señor, sálvanos, que perecemos” (Mateo
8:25). Jesús se levanta, reprende al viento y al mar… y sobreviene una gran
calma. En ese silencio posterior, tú entiendes algo esencial: cuando Él está en
tu barca, ninguna tormenta tiene la última palabra.
Pronto serás testigo de aún más señales: liberación de
cadenas espirituales, compasión hacia los marginados, poder sobre la enfermedad
y la muerte. Y cada gesto revela una verdad: Jesús no es solo un maestro, es el
Mesías anunciado, el Salvador que transforma realidades desde lo profundo.
Y justo ahora, cuando los límites entre el cielo y la tierra
comienzan a desdibujarse ante tus ojos, te preparas para entrar en un punto aún
más decisivo: la revelación de quién es Jesús según sus propios discípulos, y
el anuncio de un camino que llevará al sacrificio más grande de la historia…
Sigues avanzando con Jesús mientras su fama crece, pero
también crece la tensión. Los milagros, las sanaciones y la autoridad con la
que enseña despiertan esperanza en muchos… y resistencia en otros. Sin embargo,
lo esencial está por revelarse no a las multitudes, sino a quienes caminan más
cerca de Él. Y tú te encuentras allí, en ese círculo íntimo, en el momento
decisivo.
Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién dicen los
hombres que es el Hijo del Hombre?” (Mateo 16:13). Ellos mencionan
distintas opiniones: profeta, maestro, figura espiritual. Pero Jesús no busca
rumores, busca verdad. Así que les habla directo: “Y vosotros, ¿quién decís
que soy yo?” (Mateo 16:15). Es en ese instante cuando Pedro, movido por una
revelación que supera todo entendimiento humano, declara: “Tú eres el
Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16).
Y allí lo comprendes. El Mesías no es solo un hacedor de
milagros ni un guía moral. Es el Hijo de Dios, el Salvador prometido desde
generaciones antiguas. Jesús confirma esto diciendo: “Sobre esta roca
edificaré mi iglesia… y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”
(Mateo 16:18). En esas palabras sientes la fuerza de una promesa eterna: nada
podrá detener el avance de su obra.
Pero inmediatamente después Jesús revela algo que nadie
esperaba: el camino del Mesías no será de gloria terrenal, sino de sacrificio. “Es
necesario que padezca… que sea muerto, y que resucite al tercer día” (Mateo
16:21). Estas palabras sacuden a los discípulos. Para ellos, hablar de un
Mesías sufriente era inconcebible. Pero para ti, que avanzas en esta historia,
empiezan a tener sentido: Jesús no vino a imponer un reino con espadas, sino a
abrir un camino de redención.
Luego presencias un evento que te deja sin aliento: la
transfiguración. Jesús se lleva a Pedro, a Jacobo y a Juan a un monte alto. Y
allí, frente a ellos —y ahora también frente a ti, como si tus ojos
espirituales se abrieran— su rostro resplandece como el sol y sus vestiduras se
vuelven blancas como la luz. Moisés y Elías aparecen, conversando con Él. Y una
voz desde la nube declara: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo
complacencia; a Él oíd” (Mateo 17:5). Entiendes que el cielo está
confirmando lo que Pedro confesó: Jesús es verdaderamente el Mesías.
A partir de ese momento, cada paso que Jesús da parece más
intencional, más firme, más cercano al propósito final. Sigue sanando, sigue
enseñando, sigue invitando, pero ahora todo apunta hacia Jerusalén. Hacia una
entrega que cambiará el destino de la humanidad.
Y justamente allí, cuando el corazón late con anticipación,
te preparas para entrar en el desenlace: el sacrificio, la resurrección y el
mandato que transformará tu vida para siempre…
12/12
Llegas al tramo final del Evangelio y sientes que todo lo
vivido te ha preparado para este momento. Jesús entra en Jerusalén no con
ejército, no con coronas de oro, sino montado en un asno, cumpliendo la
profecía: “He aquí, tu Rey viene a ti… humilde” (Mateo 21:5). La
multitud lo aclama con ramas y gritos de “¡Hosanna!”, pero tú percibes
que este no es un triunfo político, sino espiritual. Es el inicio del
sacrificio más profundo que el mundo haya presenciado.
Dentro del templo, Jesús confronta la corrupción religiosa. “Mi
casa, casa de oración será” (Mateo 21:13). Su voz resuena con autoridad,
purificando no solo un edificio, sino el corazón de la fe. Y a pesar de la
oposición creciente, continúa enseñando con una claridad que desarma las
intenciones ocultas de quienes quieren atraparlo en palabras. Sus parábolas
revelan verdades incómodas y esperanza eterna para quienes tienen oídos para
escuchar.
Pero llega el momento más íntimo y tenso: la última cena.
Jesús toma pan y lo parte: “Esto es mi cuerpo”. Toma la copa: “Esto
es mi sangre del nuevo pacto” (Mateo 26:26-28). Lo dice con serenidad,
sabiendo que está entregándose por amor. Tú sientes el peso de estas palabras…
un pacto nuevo, un puente abierto entre Dios y la humanidad.
En Getsemaní, la escena te rompe por dentro. Jesús cae
rostro en tierra y ora: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa;
pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39). Allí ves su
humanidad plena, su agonía auténtica. Y en medio de esa oscuridad, también ves
su obediencia perfecta.
Después viene la traición, el arresto, los falsos
testimonios, la burla, el silencio del inocente ante quienes lo acusan. Y
finalmente, la cruz. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
(Mateo 27:46). Cada palabra atraviesa tu alma. Jesús, el Mesías esperado, está
dando su vida. La tierra tiembla, el velo del templo se rasga. Y un centurión
declara lo que ahora tú sabes con certeza: “Verdaderamente este era Hijo de
Dios” (Mateo 27:54).
Pero la historia no termina en una tumba. Al amanecer del
tercer día, un ángel anuncia: “No está aquí, pues ha resucitado” (Mateo
28:6). Estas palabras lo cambian todo. La muerte ha sido vencida. La esperanza
ha vuelto a nacer. Jesús se encuentra con sus discípulos, los consuela, los
envía, los fortalece.
Y entonces pronuncia el mandato que llega hasta ti hoy: “Id
y haced discípulos… enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado;
y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”
(Mateo 28:19-20). No estás solo. Nunca lo has estado. El Mesías que nació
humilde, enseñó con autoridad, sanó con compasión y venció la muerte misma…
camina contigo.
Así concluye este recorrido, pero en realidad es apenas el
comienzo. Porque ahora la invitación es tuya: seguir al Salvador, confiar en
Él, caminar con Él. Su presencia permanece, su amor te sostiene y su mensaje
sigue transformando vidas… incluso la tuya.
