Principio del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios: Evangelio de San Marcos


Te acercas al Evangelio de Marcos como quien se aproxima a un sendero estrecho, claro y directo. No hay rodeos, no hay largos discursos; aquí encuentras el relato más breve y urgente sobre la vida de Jesús, un mensaje que parece escrito con fuego, como si cada palabra buscara alcanzarte antes de que el mundo te distraiga. Marcos no quiere que observes desde lejos: quiere que camines a su lado, que sientas la intensidad de cada escena, que escuches el eco de cada decisión.

Desde el primer versículo te golpea la fuerza de su propósito: “Principio del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Marcos 1:1). No hay genealogías ni descripciones extensas. En lugar de ello, entras de inmediato en movimiento, como si el mundo ya estuviera en marcha y tú llegaras justo a tiempo. Y allí, en el primer tramo de esta travesía, aparece Juan el Bautista, una voz que clama en el desierto: “Enderezad sus sendas” (Marcos 1:3). Te invita no solo a mirar, sino a prepararte, a enderezar tus propios caminos antes de que la figura central de esta historia entre en escena.

Y es entonces cuando Jesús aparece, silencioso pero decidido, acercándose al Jordán para ser bautizado. En ese instante, mientras el agua corre y la multitud observa, ocurre algo que transforma todo: “Y luego, al subir del agua, vio abrirse los cielos y al Espíritu como paloma que descendía sobre él” (Marcos 1:10). Es un momento que no se explica… se revela. Una declaración desde el cielo que te invita a seguir a Jesús como quien sigue una luz en medio de la noche.

Pero esta revelación no marca un descanso; al contrario, te impulsa hacia un ritmo aún más rápido. Apenas Jesús es bautizado, es llevado al desierto, donde enfrenta la tentación, la soledad y la prueba. Y cuando regresa, regresa distinto: regresa con una misión. Comienza a proclamar: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1:15). Es un llamado directo, que no permite neutralidad. Te invita a tomar una decisión, a responder.

Y mientras te detienes un instante para comprender la profundidad de ese llamado, algo empieza a moverse frente a ti, como si los primeros pasos de Jesús abrieran un nuevo capítulo que te pide avanzar con él, dejándote llevar por la fuerza creciente de su enseñanza…

Sigues avanzando junto a Él, y casi sin darte cuenta te ves caminando por las orillas del mar de Galilea. Jesús no se detiene. Su mensaje no es solo palabras; es movimiento, es invitación. Allí, sobre la arena húmeda, ves el momento en que fija su mirada en dos pescadores: Simón y Andrés. No les ofrece prestigio ni seguridad, solo una misión que cambiará su destino: “Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres” (Marcos 1:17).

Lo sorprendente no es la invitación, sino la respuesta. Ellos dejan las redes “inmediatamente”. Esa palabra —tan frecuente en Marcos— te sacude. Todo ocurre deprisa, como si cada decisión fuera urgente, como si la vida se transformara en un abrir y cerrar de ojos. Y tú te preguntas qué habrías hecho si esa voz, firme y serena a la vez, hubiera resonado en tu propia orilla.

Mientras avanzas con ese pensamiento, llegas a una sinagoga en Capernaúm. Jesús enseña, y no se parece a ningún otro maestro. La gente se maravilla porque habla “como quien tiene autoridad” (Marcos 1:22). Pero no solo enseña: confronta lo oculto, lo invisible. Un hombre poseído grita, y Jesús lo reprende con firmeza: “¡Cállate, y sal de él!” (Marcos 1:25). No hay espectáculo, no hay exageración; solo poder real.

La multitud queda atónita. Tú también. Y mientras el rumor del asombro se extiende como un murmullo que crece en todas direcciones, te das cuenta de que nada volverá a ser igual.

Ese mismo día, Jesús entra en la casa de Simón y Andrés, donde la suegra de Simón yace enferma con fiebre. Él toma su mano, la levanta, y la fiebre la deja. Un gesto sencillo, casi íntimo, pero con un significado profundo: Jesús no sólo libera y enseña; también toca, sana, restaura.
Al caer la tarde, toda la ciudad se reúne a la puerta. Enfermos, atormentados, necesitados… todos vienen. Y Él los recibe. Los sana. Los escucha.

Y tú observas cómo la luz se desvanece y una nueva claridad se abre paso: la certeza de que este camino apenas comienza, y que algo aún más profundo te espera mientras sigues los pasos del Maestro, dejando atrás las sombras del día anterior para entrar en un amanecer distinto que empieza a revelarse delante de ti…

Y ese nuevo amanecer llega antes de que el sol asome por completo. Te sorprende ver a Jesús levantarse muy temprano, cuando aún reina la oscuridad, y dirigirse a un lugar desierto para orar. No lo hace por obligación, sino por comunión. Allí, en silencio, comprendes que su autoridad no nace del ruido, sino de la intimidad con el Padre. Ese momento te revela algo esencial: quien transforma multitudes primero busca la quietud del cielo.

Pero la calma no dura mucho. Simón y los demás lo encuentran y le dicen: “Todos te buscan”. Y Jesús, en vez de regresar al lugar donde ya es admirado, responde con una decisión inesperada: “Vamos a los lugares vecinos, para que predique también allí; porque para esto he venido” (Marcos 1:38). No se instala en el éxito; se mueve hacia lo que aún no ha sido tocado por la esperanza.

Así te lleva a recorrer Galilea, viendo cómo proclama el mensaje, sana enfermos y libera a quienes viven oprimidos. Hasta que un día se acerca un leproso, alguien considerado intocable, alguien que la sociedad había condenado al aislamiento. El hombre se arrodilla y suplica: “Si quieres, puedes limpiarme” (Marcos 1:40). En esa frase sientes siglos de dolor acumulado.

Entonces ocurre lo impensable. Jesús extiende la mano y lo toca. Lo toca. Antes de pronunciar palabra, antes de dar una instrucción… lo toca. Y después le dice: “Quiero, sé limpio” (Marcos 1:41). La lepra se va al instante. Tú observas ese gesto y entiendes que Jesús no solo tiene poder: tiene compasión. Rompe barreras, desafía miedos, restaura dignidades.

La noticia se esparce como una corriente imparable. La gente quiere verlo, tocarlo, escucharle. Y sin embargo, Él se retira a lugares solitarios, buscando nuevamente esa conexión silenciosa que le sostiene. Ves en ese ritmo —multitudes y soledad, enseñanza y oración— una sabiduría que te invita a mirar tu propia vida de otra manera.

Y mientras reflexionas sobre ese equilibrio perfecto entre la acción y la quietud, se abre ante ti un nuevo episodio, uno que desafiará todo lo que crees posible y que te hará avanzar con una expectativa distinta, como si las puertas de lo sobrenatural comenzaran a entreabrirse justo ante tus ojos…

Esa expectativa creciente te acompaña cuando llegas a Cafarnaúm, donde Jesús vuelve a una casa que pronto se llena hasta el último rincón. La multitud es tanta que nadie puede entrar. Sin embargo, cuatro hombres se niegan a rendirse. Traen a un paralítico, decidido a colocarlo frente a Jesús cueste lo que cueste. Al ver que no pueden acercarse por la puerta, suben al techo, lo abren y descienden al hombre justo donde Jesús está.

La escena te deja sin aliento. Es una mezcla de audacia, fe y desesperación. Y Jesús, al ver la determinación de esos amigos, pronuncia palabras que no solo sorprenden a todos, sino que desatan un conflicto:

“Hijo, tus pecados te son perdonados” (Marcos 2:5).

Los escribas murmuran en sus corazones: ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios? Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, les pregunta:

“¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados; o decirle: Levántate, toma tu lecho y anda?” (Marcos 2:9).
Luego, para que todos comprendan su autoridad, se vuelve hacia el hombre y declara:
“A ti te digo: Levántate, toma tu lecho y vete a tu casa” (Marcos 2:11).

Y ante tus ojos, el paralítico se incorpora. Toma su cama. Camina. Sale por donde no había podido entrar. Y mientras la multitud glorifica a Dios, tú sientes que algo se rompe y se reconstruye dentro de ti: la certeza de que Jesús no solo sana cuerpos, sino historias enteras.

Ese asombro continúa cuando Jesús llama a Leví, un recaudador de impuestos, alguien considerado indigno por muchos. Lo mira y le dice simplemente: “Sígueme” (Marcos 2:14). Y Leví se levanta y lo sigue. Más tarde, Jesús se sienta a la mesa con pecadores y publicanos, provocando críticas de quienes no comprenden su misión. Pero Él responde con una claridad que atraviesa el tiempo:
“No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Marcos 2:17).

Con cada paso, comprendes que Jesús no se ajusta a las expectativas humanas; las trasciende. No se cierra a quienes otros rechazan; los invita. No se encierra en tradiciones muertas; las renueva desde adentro.

Y mientras esa comprensión se abre paso en tu mente, surge un nuevo contraste que te prepara para lo que viene: un encuentro donde las normas religiosas chocarán con la compasión, y donde verás cómo Jesús redefine lo sagrado de una manera que te impulsa aún más a seguirle…

Ese choque entre tradición y compasión se hace evidente cuando Jesús y sus discípulos caminan por los sembrados en día de reposo. Los discípulos, hambrientos, arrancan espigas y las comen. Los fariseos, siempre atentos para señalar, lo cuestionan: ¿por qué hacen lo que no es lícito?
Pero Jesús responde recordando la historia de David y concluye con una declaración que transforma por completo tu comprensión del descanso:
“El día de reposo fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del día de reposo; así que el Hijo del Hombre es Señor aun del día de reposo” (Marcos 2:27-28).

Comprendes que para Él las reglas no son cadenas; son caminos hacia la vida. Y esa verdad se vuelve aún más clara cuando entras en la sinagoga y ves a un hombre con la mano seca. Los fariseos observan, esperando un motivo para acusar a Jesús. Pero Él, mirándolos con una mezcla de indignación y tristeza, pregunta:
“¿Es lícito en los días de reposo hacer bien, o hacer mal; salvar la vida, o quitarla?” (Marcos 3:4).

El silencio de los acusadores pesa en el aire. Entonces Jesús le dice al hombre: “Extiende tu mano”, y al instante queda sana.
Tú presencias esta escena y entiendes que Jesús no evita el conflicto cuando está en juego la vida. Actúa. Con valentía. Con misericordia. Con una autoridad que no pide permiso.

Sin embargo, esa misma autoridad despierta oposición. Los fariseos comienzan a tramar contra Él, buscando cómo destruirlo. Y tú, al ver ese contraste —sanación de un lado, conspiración del otro— percibes que el camino que sigues junto a Jesús no es uno de comodidad, sino de propósito.
A pesar de las amenazas, Jesús continúa su obra. Multitudes de todas partes vienen a Él. Galilea, Judea, Jerusalén, Idumea… llegan buscando esperanza. Jesús sana, enseña y libera, pero también pide a sus discípulos que tengan una pequeña barca lista para evitar ser aplastado por la multitud.

Y es en medio de este movimiento constante cuando Jesús sube a un monte y llama a los que Él quiere. Allí elige a doce para que estén con Él, para enviarlos a predicar y para darles autoridad. No escoge a los más influyentes, sino a los dispuestos.

Mientras observas a ese pequeño grupo recibir su misión, sabes que lo que viene será aún más intenso. Porque los milagros no solo atraerán admiración, sino también incomprensión. Y te preparas para entrar en esa tensión creciente, donde la identidad de Jesús será cuestionada, discutida… y finalmente revelada con una claridad sorprendente.

Esa tensión no tarda en hacerse visible cuando Jesús regresa a casa y la multitud vuelve a reunirse, al punto de impedirle incluso comer. Algunos, al ver el ritmo incansable de su misión, comienzan a decir que está fuera de sí. Otros, especialmente los escribas que han bajado de Jerusalén, van más lejos: afirman que Jesús actúa por el poder de Beelzebú.

Sus palabras te sorprenden, pero Jesús las responde con una lógica tan contundente que desarma toda acusación:
“¿Cómo puede Satanás echar fuera a Satanás?” (Marcos 3:23).
Les habla de un reino dividido que no puede permanecer, de una casa enfrentada consigo misma que inevitablemente caerá. Y luego añade una advertencia profunda: “El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tiene jamás perdón” (Marcos 3:29).
Comprendes que Jesús no solo confronta la mentira; protege la verdad que libera.

En medio de estas discusiones, llegan su madre y sus hermanos, buscándolo. La multitud le avisa, pero Jesús responde con una enseñanza que te invita a mirar más allá de los vínculos tradicionales:
“El que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Marcos 3:35).
Descubres que en este camino el parentesco se define por obediencia, por apertura del corazón, por la disposición a escuchar.

Ese mismo día, Jesús sale a la orilla del mar, donde una multitud enorme se reúne para escucharlo. Para enseñarles mejor, sube a una barca y se sienta, mientras la gente permanece en la orilla. Y aquí, el Maestro cambia su manera de hablar: comienza a enseñarles con parábolas, historias aparentemente sencillas que esconden verdades profundas.

Les presenta la parábola del sembrador, describiendo cómo la semilla cae en diferentes tipos de terreno: junto al camino, en pedregales, entre espinos y en buena tierra. Después, a solas con sus discípulos, les explica el significado, revelando que la semilla es la Palabra y el terreno es el corazón de cada oyente.
Te das cuenta entonces de que Jesús no solo relata hechos; revela misterios. No solo habla a los oídos; habla al alma.

Y mientras esa enseñanza resuena dentro de ti, Jesús continúa compartiendo parábolas sobre el crecimiento del Reino de Dios: la lámpara que debe ponerse en alto, la semilla que crece en secreto, el grano de mostaza que se convierte en un árbol frondoso. Cada historia parece abrir una ventana diferente hacia el cielo.
Sientes que el Reino no es un concepto lejano, sino una realidad que germina silenciosamente dentro de quienes reciben su mensaje.

Sin embargo, lo que está a punto de suceder te mostrará que este Reino no solo toca el corazón… también domina las fuerzas mismas de la naturaleza, y te prepara para entrar en un episodio donde el viento, el mar y el miedo se entrelazan en un momento decisivo que transformará tu percepción del poder de Jesús.

Ese momento decisivo llega al caer la tarde, cuando Jesús dice a sus discípulos: “Pasemos al otro lado”. Subes a la barca con ellos, dejando atrás la multitud. El cielo comienza a oscurecerse y el mar, que al principio parecía tranquilo, pronto se agita con una violencia inesperada. El viento ruge, las olas golpean con fuerza y comienzan a llenar la barca de agua.

En medio del caos, lo ves: Jesús duerme en la popa, sobre un cabezal. Su paz contrasta con el miedo que invade a los demás. Lo despiertan desesperados: “Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” (Marcos 4:38). Y entonces sucede algo que te deja sin palabras.

Él se levanta, mira la tormenta y reprende al viento. Luego dice al mar:
“¡Calla, enmudece!” (Marcos 4:39).
En un instante, todo queda en calma. El silencio que sigue es más sobrecogedor que el estruendo previo. Luego Él pregunta: “¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?” (Marcos 4:40).
Tú sientes ese cuestionamiento como si fuera para ti. Y la misma certeza que invade a los discípulos te alcanza: “¿Quién es este, que aun el viento y el mar le obedecen?” (Marcos 4:41).

Esa pregunta permanece en tu mente mientras llegas al otro lado del mar, a la región de los gadarenos. Apenas Jesús pone pie en la tierra, un hombre poseído por un espíritu inmundo corre hacia Él desde los sepulcros. Su vida es un tormento: cadenas rotas, gritos, heridas. Nadie puede controlarlo. Pero Jesús no retrocede. Le ordena al espíritu que salga, y este responde revelando su nombre: “Legión”, porque eran muchos.

Lo que ocurre después es un gesto de liberación radical. Jesús permite que los espíritus entren en una piara de cerdos, que se precipita al mar. Cuando la gente del lugar llega, ve al hombre —antes un símbolo de miedo— ahora sentado, vestido y en su juicio cabal. La transformación es tan profunda que, en lugar de celebrar, muchos sienten temor.

El hombre liberado quiere seguir a Jesús, pero Él le da una misión distinta:
“Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo” (Marcos 5:19).
Comprendes que, a veces, el llamado no es partir, sino regresar para iluminar lo que conoces.

Y así, mientras la barca vuelve a cruzar el lago y la multitud se reúne otra vez al ver a Jesús llegar, un nuevo capítulo, más intenso y humano, comienza a desplegarse. Dos historias entrelazadas, dos necesidades desesperadas y un solo poder capaz de responder en el momento justo… te preparan para presenciar encuentros que revelarán que la fe, incluso en su forma más frágil, puede abrir las puertas a lo imposible.

En medio de aquella multitud que se agolpa a su regreso, un hombre avanza con urgencia. Es Jairo, principal de la sinagoga, alguien respetado, acostumbrado a tener respuestas… excepto ahora. Su voz tiembla cuando se postra ante Jesús y le ruega: “Mi hija está agonizando; ven y pon tus manos sobre ella para que sea salva y viva” (Marcos 5:23).
Sin dudarlo, Jesús va con él. Pero el camino se vuelve más lento, más difícil, porque la gente lo rodea por todos lados.

Es allí, entre empujones y miradas, donde aparece una mujer que ha sufrido doce años de hemorragias. Ha gastado todo en médicos sin encontrar alivio. Su cuerpo está debilitado, pero su esperanza se mantiene encendida. Cree que si tan solo toca el manto de Jesús, será sanada. Y lo hace. Apenas roza su ropa, siente en su interior que ha sido libre de su aflicción.

Jesús se detiene. Pregunta: “¿Quién ha tocado mis vestidos?” (Marcos 5:30). Los discípulos no entienden; la multitud lo aprieta por todos lados. Pero Él sabe que algo diferente ha ocurrido. La mujer, temblando, se acerca y confiesa la verdad. Entonces Jesús le dice palabras que atraviesan el tiempo y llegan hasta ti:
“Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz” (Marcos 5:34).
Comprendes que en el Reino de Dios no hay toque anónimo; hay encuentros personales, miradas que dignifican, historias que renacen.

Mientras aún te conmueve esta escena, llegan mensajeros desde la casa de Jairo. Su rostro lo dice todo: “Tu hija ha muerto; ¿para qué molestar más al Maestro?” (Marcos 5:35). El mundo de Jairo parece derrumbarse, pero Jesús se vuelve hacia él y pronuncia una frase que sostiene lo imposible:
“No temas; cree solamente” (Marcos 5:36).

En silencio, y con esa promesa latiendo en el aire, llegan a la casa. Hay llanto, lamentos, incredulidad. Jesús dice que la niña no está muerta, sino dormida, y muchos se burlan de Él. Pero Jesús entra solamente con los padres y tres de sus discípulos. Toma la mano de la niña y declara:
“Talita cumi”, que significa: “Niña, a ti te digo, levántate” (Marcos 5:41).
Y delante de ti, la niña se levanta y camina. El asombro lo inunda todo.

Jesús les pide que no lo divulguen y que le den de comer. En este gesto simple ves un amor que no solo vence la muerte, sino que también cuida detalles cotidianos.
Con ese milagro grabado en tu corazón, continúas avanzando con Jesús, porque lo que sigue te mostrará cómo incluso en los lugares familiares, donde todos creen conocerlo, su mensaje puede encontrar resistencia… y aun así, Él sigue adelante, fiel a su misión.

Con ese milagro aún resonando en tu interior, acompañas a Jesús a su tierra, a Nazaret. Un lugar donde las calles, los rostros y las voces le son familiares. Sin embargo, al entrar en la sinagoga y enseñar, notas algo distinto: en lugar de asombro, surge incredulidad. Muchos dicen: “¿No es este el carpintero, el hijo de María?” (Marcos 6:3).
Lo conocen… o creen conocerlo. Y precisamente por esa familiaridad, se niegan a ver quién es realmente.

Jesús se maravilla de su incredulidad. Es un contraste profundo: en otros lugares, la fe abre puertas a lo imposible; aquí, la falta de fe las cierra. Sin embargo, Él no se detiene. Recorre las aldeas enseñando, sembrando esperanza incluso en terrenos difíciles.

Es entonces cuando llama a los doce y los envía de dos en dos. Les da autoridad para sanar, liberar y anunciar que el Reino de Dios está cerca. No les permite llevar mucho: ni pan, ni alforja, ni dinero. Solo un bordón y la confianza absoluta en la provisión divina.
Comprendes que el discipulado no es comodidad; es dependencia. No es poder humano; es obediencia.

Mientras ellos salen en misión, el relato te lleva a un palacio donde se desarrolla una historia oscura. Herodes ha oído hablar de Jesús y está inquieto. Algunos dicen que es Elías; otros, que es un profeta. Pero Herodes teme que Juan el Bautista haya resucitado. Entonces recuerdas lo sucedido: Juan había denunciado la relación ilícita entre Herodes y Herodías, y por ello fue encarcelado.
En una fiesta marcada por el orgullo y la manipulación, la hija de Herodías baila, y Herodes, en un arrebato, promete darle lo que pida. Influenciada por su madre, exige la cabeza de Juan en una bandeja. Herodes se entristece, pero por los juramentos y por los invitados, ordena la ejecución.

El silencio que sigue a este recuerdo es pesado. Sientes el dolor de un mundo donde la verdad puede ser silenciada por el poder, y donde la justicia parece frágil. Pero cuando los discípulos de Juan recogen su cuerpo y lo sepultan, sabes que la misión del Reino no se detendrá.

Los apóstoles regresan con Jesús y le cuentan todo lo que han hecho y enseñado. Están cansados, pero llenos de experiencias que los han transformado. Jesús los invita entonces a apartarse a un lugar desierto para descansar. Sin embargo, al llegar, descubren que una multitud inmensa ya los espera.

En vez de frustrarse, Jesús los mira con compasión. Dice Marcos que eran como ovejas sin pastor. Y allí, en ese espacio abierto, mientras el sol comienza a descender, te preparas para presenciar uno de los actos más significativos de su ministerio… un acto que revelará cómo la compasión de Jesús se convierte en provisión abundante, incluso cuando los recursos parecen insuficientes.

En aquel lugar desierto, la multitud sigue llegando hasta formar un número abrumador: cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. El día avanza y los discípulos se preocupan. Le dicen a Jesús que despida a la gente para que busquen comida en las aldeas cercanas. Pero entonces escuchas una frase sorprendente, casi imposible:
“Dadles vosotros de comer” (Marcos 6:37).

Los discípulos miran alrededor, confundidos. ¿Cómo alimentar a tantos con tan poco? Encuentran apenas cinco panes y dos peces. Jesús los toma, mira al cielo, bendice los alimentos y los entrega para que los repartan.
Y lo que ocurre después desafía toda lógica: el pan no se acaba, los peces tampoco. Todos comen hasta quedar satisfechos, y aun así, recogen doce canastas llenas de sobras.
En ese acto ves que la compasión de Jesús no solo reconoce la necesidad… la transforma en abundancia.

Inmediatamente después, Jesús ordena a sus discípulos subir a la barca y dirigirse al otro lado, mientras Él despide a la multitud y sube al monte a orar. La noche cae, y desde la distancia ves la barca luchando contra el viento contrario. En la cuarta vigilia de la noche, Jesús se acerca caminando sobre el mar.
Los discípulos, aterrados, piensan que es un fantasma. Pero Él les habla con una voz que atraviesa el miedo:
“¡Ánimo! Soy yo; no temáis” (Marcos 6:50).
Cuando sube a la barca, el viento cesa. Y una vez más, descubres que su presencia trae calma donde antes había tormenta.

Al llegar a tierra, en Genesaret, la gente corre por toda la región llevando enfermos en camillas. Dondequiera que Jesús va —aldeas, ciudades o campos— los enfermos le suplican tocar siquiera el borde de su manto, y todos los que lo tocan quedan sanos. A cada paso ves vidas restauradas, esperanzas encendidas, cargas aliviadas.

Sin embargo, la oposición no desaparece. Fariseos y escribas vienen desde Jerusalén para confrontarlo. Critican a sus discípulos por no seguir ciertas tradiciones de los ancianos relacionadas con los lavamientos rituales. Jesús responde con firmeza, citando palabras del profeta Isaías:
“Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí” (Marcos 7:6).
Luego explica que nada de lo que entra en el hombre puede contaminarlo, sino lo que sale de su corazón.
En ese momento, entiendes que para Jesús la verdadera pureza no viene de rituales externos, sino de una transformación profunda del alma.

Tras esa intensa confrontación, Jesús se dirige a las regiones de Tiro y Sidón, lugares donde la fe no siempre se espera. Y allí, una mujer sirofenicia, extranjera y persistentemente valiente, se acercará a Él con un ruego que revelará cómo la misericordia de Jesús cruza fronteras, rompe barreras y abre puertas que nadie más podría abrir.

Mientras avanzas por el Evangelio de Marcos, notas que Jesús nunca te ofrece un camino fácil. Él no maquilla la realidad, no te promete comodidad, no suaviza la verdad para que te guste más. Al contrario, te mira directamente y te dice: “Si quieres seguirme, toma tu cruz.” Y tú sientes el peso de esas palabras, porque sabes que una cruz no es un adorno… es una decisión.

Jesús no te invita a una religión vacía, sino a una transformación profunda. Te pide valentía para soltar lo que te ata, fuerza para decir no a lo que te destruye, fe para dar pasos que aún no entiendes. Y aunque parezca desafiante, también descubres algo poderoso: Él nunca te pide nada sin caminar contigo.

En Marcos, Jesús siempre va adelante. Va primero al desierto, primero al dolor, primero al rechazo, primero a la cruz. Pero también va primero a la resurrección.
Y tú comprendes que seguirlo no es perder tu vida: es encontrarla.

Aquí, en esta parte del Evangelio, entiendes que tu fe no se define por lo que dices, sino por lo que eliges cuando nadie te ve. Por eso, Jesús te invita a una autenticidad radical: vivir con un corazón firme, una mente clara y una convicción que no negocia tu propósito ante las tormentas.

Porque al final, seguirlo a Él es caminar hacia la verdad… aunque el camino sea estrecho.

Y llegas al final del Evangelio de Marcos… un final que no solo se lee, se siente. Las mujeres llegan al sepulcro esperando encontrar muerte, pero encuentran vida. Esperan silencio, pero escuchan un anuncio. Esperan derrota, pero contemplan la mayor victoria de la historia: Él no está aquí… ha resucitado.

De pronto, comprendes que este no es un cierre, sino un comienzo. Marcos no quiere que seas un espectador; quiere que seas un testigo. Te muestra la resurrección como un llamado a moverte, a hablar, a levantar la mirada, a vivir con propósito.
Ya no eres alguien que solo recibe la noticia… ahora eres parte de ella.

Y la voz del mensajero en el sepulcro parece dirigirse directamente a ti:
“Ve y dile…”
Ve y comparte esperanza.
Ve y perdona.
Ve y renueva tu vida.
Ve y confía incluso cuando no entiendas.
Ve, porque Él va delante de ti… siempre.

La resurrección en Marcos no es un símbolo: es una invitación. Es la certeza de que nada está perdido, de que incluso en tus días más oscuros hay una piedra lista para rodarse, una luz lista para levantarse, una promesa lista para cumplirse.

Aquí termina el Evangelio… pero comienza tu camino.
Un camino en el que Jesús sigue hablando, sigue guiando y sigue resucitando lo que en tu interior parecía muerto.
Un camino donde tú también eres enviado, portador de la misma luz que cambió al mundo para siempre.

 

 

 

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